Cómo llegó la alta montaña al Tour de Francia: del Balón de Alsacia a la mentira pirenaica de Steinès

Cómo llegó la alta montaña al Tour de Francia: del Balón de Alsacia a la mentira pirenaica de Steinès

Maillot de la montaña

La historia de los puertos de montaña en el Tour de Francia empezó a escribirse ya en la primera edición de 1903, cuando el pelotón pionero de sesenta ciclistas realizó una incursión en el Macizo Central para subir el col de la République, una tachuela comparada con lo que vendría luego, pues aquellos primeros Tours iban de desafío en desafío.

Tal era así que, dos años después, se buscó algo más exigente: el Balón de Alsacia, el primer puerto de cierta envergadura, en territorio de Los Vosgos. Hasta que en 1910 se dobló la apuesta con la primera travesía pirenaica, gracias a la ‘mentira telegráfica’ de un redactor de L’Autó, Alphonse Steinès. Aquel hombre le dijo al patrón, Henri Desgrange, que los Pirineos eran accesibles, cuando en realidad había estado a punto de perder la vida por hipotermia reconociendo el terreno en las alturas del Tourmalet.

Aquella mentira piadosa llevó al Tour a otra dimensión: la de las gestas de los campeones, la de la mítica de escalar colosos que durante más de un siglo han ido adquiriendo identidad propia…

Al historiador y archivista estadounidense Alexander Robertson se le atribuye una frase muy memorable: “Los Dolomitas son a las montañas lo que Venecia a las ciudades”. Esa bellísima cordillera, apéndice de los Alpes en su lado italiano, no es cosa del Tour de Francia, sino del Giro, pero la analogía sirve para entender parte del mundo mágico que envuelve a una carrera ciclista cada vez que se adentra en la montaña, esa mística de la belleza del paisaje envolviendo las gestas de los héroes de la bicicleta, ese maridaje perfecto entre los grandes puertos y los campeones de época, con sus gestas y con sus desfallecimientos… Y en no pocos casos, con esas escapadas legendarias que terminan asociando al héroe ciclista con un determinado puerto.

Las cordilleras y macizos del Tour de Francia son el paradigma de ello y, cómo no, también podrían ser bellas ciudades, de acuerdo con el paralelismo de Robertson. Y así viene siendo casi desde que el Tour es el Tour, porque la historia de la montaña como elemento clave de la Grande Boucle dio comienzo ya en la primera edición de 1903.

Ya entonces se planteó un reto de escalada a los sesenta ciclistas que partieron de Montgeron: subir el col de la République en la segunda etapa, de 374 kilómetros entre Lyon y Marsella. Aquel primer puerto, ubicado en el Macizo del Pilat, un anexo del Macizo Central, fue el primero en llevar a los ciclistas a más de mil metros de altitud, pero a través de una altimetría que, vista con los ojos de hoy, lo condenaría casi a la irrelevancia, con sus pendientes medias de entre el 3,8% y el 5,2%, según qué vertiente.

Pero, claro, pongamos eso en el contexto de 1903, con bicicletas de más de veinte kilos más la carga de las herramientas, sin frenos, como la montura del ganador, Maurice Garin, con aquel desarrollo fijo de 54×17 y aquellas indumentarias con jerseys de lana y camisas de algodón, con pantalones de pana, el sillín de cuero sin acolchado…

El Balón de Alsacia y la historia trágica de René Pottier

Subida al Tourmalet

Aquella subida a la République, coronada en primer lugar por el francés Hippolyte Aucouturier, a la postre ganador de dos etapas en aquel Tour de 1903, abrió la senda que de forma progresiva llevó al Tour a las grandes montañas. El siguiente paso se dio en 1905, cuando Henri Desgrange quiso que la carrera subiera un poco más, siguiendo además su deseo de traspasar las fronteras francesas, y programó el Balón de Alsacia, entonces en la parte alemana de la cordillera de Los Vosgos, de acuerdo con la nueva realidad territorial surgida tras la derrota de Napoleón III en 1871 en la Guerra Franco – Prusiana.

Para orgullo de los franceses de las tierras conquistadas de Alsacia, un compatriota, René Pottier, fue el primero en coronar un puerto que era considerado como infranqueable en bicicleta, con sus 1.247 metros de altitud, después de superar más de 700 de desnivel a lo largo de dieciséis kilómetros de ascensión.

Pottier fue declarado héroe nacional y primer Rey de la Montaña, aun sin clasificaciones ni maillots, pero tuvo que abandonar aquel Tour de 1905 por culpa de una tendinitis. Su año fue el siguiente, cuando ganó cinco etapas y se apuntó la General por Puntos que entonces coronaba al campeón absoluto, destronando a Louis Troussellier y batiendo a otro mito, como Lucien Le Petit-Breton.

Desgraciadamente, aquel gran éxito no fue sino un condimento más en su condición de primer héroe trágico del Tour, pues al año siguiente René Pottier utilizó el gancho en el que colgaba su bicicleta para suicidarse, a causa, dice la leyenda, de un desengaño amoroso.

Henri Desgrange, tan impactado como toda Francia, ordenó levantar un monolito en su honor en lo alto del Balón de Alsacia, junto al monumento a Juana de Arco y la estatua de la Virgen de la región alsaciana.

Alphonse Steinès y su ‘mentira pirenaica’

Tour de Francia en el Tourmalet

Pero hablábamos de desafíos, los que se veían obligados a afrontar Henri Desgrange y su equipo de colaboradores para que el interés por el Tour de Francia no se quedara estancado y siguiera creciendo. Esa evolución, aquella búsqueda permanente de nuevos desafíos, no sólo trajo Tours con más etapas, sino también un aumento progresivo de la dureza que terminó llevando a la carrera hacia las grandes cordilleras.

El año clave fue 1910, cuando otro redactor de L’Autó, Alphonse Steinès, se empeñó en convencer a Henri Desgrange de que el Tour tenía que atravesar los Pirineos:

¡Está usted loco, Steinès! ¿Cómo van a atravesar los ciclistas los Pirineos si no hay caminos?-, replicó el gran mecenas del Tour. Pese a estar acuciado por el estancamiento de un Tour necesitado de revulsivos en aquella octava edición, Desgrange siguió frenando en seco a su joven interlocutor, cada vez con argumentos más peregrinos, en una discusión que, a grandes rasgos, se dio en estos términos:

Es una locura. No hay carreteras. Hay senderos, caminos de cabras, aludes, nieve, toneladas de barro. Pero no hay carreteras… ¡Oh, y también hay osos!

¡Oh! Sí que hay carreteras!, replicó Steinès, que acto seguido tomó un ferrocarril nocturno rumbo a Pau, una de las capitales pirenaicas. Fue allí donde tuvo que seguir discutiendo con un jefe de zona, ingeniero de Caminos en la localidad de Eaux-Bonnes, de que era posible franquear el col d’Aubisque. “¿Es que se han vuelto locos en París?”, fue la respuesta obtenida.

Pero Steinès no se arredró y siguió a la suya, aferrándose a la idea de que su locura pirenaica era posible. Alquiló un coche con chófer y se fue a subir el Tourmalet. Cuando la nieve les cortó el acceso a cuatro kilómetros de la cima, ya cayendo la noche, Steinès despidió al chófer y ambos quedaron en verse nada menos que en Barèges, a 11kilómetros de la cima del coloso de 2.115 metros de altitud, ¡pero en la vertiente opuesta, la de Luz-Saint-Sauveur!

Steinès llevaba zapatos de calle y la nieve le cubría por encima de las rodillas. Quiso descansar en la cumbre, pero comprendió de inmediato que no podía quedarse parado. Emprendió un penoso descenso nocturno por la nieve, mientras que en la civilización se organizaba un dispositivo de búsqueda. Un compañero de L’Autó, Lanne-Camy, vio al fin a Steinès a la entrada de Barèges, aterido de frío y desorientado, y lo acompañó a una posada, donde una buena cena y un buen baño de agua caliente devolvieron al intrépido redactor a su estado de empecinamiento. Y Steinès telegrafió a Desgrange la mentira piadosa que cambió el rumbo del Tour de Francia:

Atravesado Tourmalet. Stop. Muy buena carretera. Stop. Perfectamente practicable. Stop. Steinès”.

La frase doblegó las reticencias del gran patrón y ese mismo año, en julio, ya sin nieve y sin osos, los Pirineos aparecieron en la ruta con una primera etapa brutal entre Perpignan y Luchon, 289 kilómetros con las subidas a los cols de Port, Portet, Portet d’Aspet y Ares, una especie de gran aperitivo de lo que vendría dos días después, el 21 de julio de 1910, donde entraron en juego los cuatro colosos que conforman la tetralogía pirenaica: el Peyresourde, el Aspin, el Aubisque y el escenario de aquella aventura bajo la nieve: el Tourmalet.

Octave Lapize, el francés de 23 años que había ganado el primer asalto a los Pirineos, fue también el primero en coronarlo, tras subir a pie los últimos kilómetros y haber escalado antes en solitario el Peyresourde y el Aspin. Más allá, en el Aubisque, el cuarto coloso de aquella bestial travesía pirenaica de 326 kilómetros entre Luchon y Bayona, Lapize corona la cima absolutamente desfondado, y clama voz en grito contra los organizadores en el control de paso:

¡Asesinos! ¡Asesinos! ¡Desgrange, Steinès! ¡Sois todos unos asesinos!

Lapize ganó aquel Tour de 1910 y acabó siendo otro héroe trágico, aunque su muerte no fuese tan romántica como la de René Pottier, el pionero del Balón de Alsacia: fue abatido en un combate aéreo en 1917, durante la Primera Guerra Mundial, y falleció dos semanas después a causa de las graves heridas. El campeón francés fue uno de los muchos ciclistas cuyo palmarés se vio perjudicado por los grandes conflictos bélicos, en su caso con un desenlace trágico como parte implicada, al tener graduación de sargento.

Lapize abrió una vía sobre la que ya no hubo marcha atrás: el Tourmalet se ha escalado otras 84 veces, con Federico Martín Bahamontes liderando el palmarés con cuatro pasos en primera posición, uno de los hitos que explican su elección como mejor escalador de la historia del Tour de Francia.

La lista de campeones que han coronado el puerto por el que pasa la carretera más alta de los Pirineos valdría para escribir la propia historia del ciclismo, con nombres como Philippe Thys, Ottavio Bottecchia, Vicente Trueba, Julián Berrendero, Gino Bartali, Jean Robic, Fausto Coppi, Julio Jiménez, Eddy Merckx, Lucien Van Impe, Claudio Chiappucci o Julien Alaphilippe. Y a ninguno se lo comieron los osos, como era el temor de Desgrange.

1911: el Tour llega a los Alpes

Tour de Francia

Roto el hielo en aquel 1910, al Tourmalet, al Aubisque, al Peyresourde o al Aspin se le fueron sumando más y más puertos pirenaicos, a uno y otro lado de la frontera franco-española. Pero al Tour de Francia le faltaba la gran cordillera, la de los grandes valles, la de las cumbres más altas de Europa: los Alpes.

Sólo un año después de que Henri Desgrange encajara vía telegrama aquella mentira pirenaica de Steinès, el Tour se fue a su particular conquista alpina, elevando el desafío de la montaña 400 metros por encima del Tourmalet. Aquel primer coloso de los Alpes fue el Galibier, nada menos que por su vertiente Norte, a la que se accede subiendo otro mito: el col du Télégraphe. En total, 33 kilómetros de ascensión y rampas de hasta el 14% para asaltar los cielos, a 2.550 metros.

Eran 95 menos de su altitud actual, porque entonces no se había construido el último kilómetro, pero qué más daba.

La subida fue brutal y en la cumbre, bajo un aire helador, coronó primero un francés de 30 años llamado Emile Georget, que había afrontado la ascensión desde Saint Michel de Maurienne junto a Paul Duboc, un compañero de aventura ilustre que sería subcampeón en París, y eso que cayó enfermo por beber de una botella contaminada.

Georget sacó de rueda a Duboc y afrontó en solitario los kilómetros más terribles de la subida, pasando incluso a nado una torrentera, para terminar por inscribir su nombre con letras de oro en lo más alto del Galibier. Tardó dos horas y treinta y ocho minutos en subir.

Justo un siglo después, en 2011, el Tour de Francia conmemoró sus 100 años de Galibier diseñando una doble subida al coloso alpino, tal y como había hecho el año antes con el Tourmalet. El luxemburgués Andy Schleck coronó primero las dos veces, cerrando el primer siglo de una historia ciclista en los Alpes que se ha venido escribiendo en puertos míticos como el Izoard, la Croix de Fer, la Madeleine, el Iseran, el Glandon, la Colombiére, Alpe d’Huez…

Hasta que el Tour tocó techo en 1962 subiendo por la carretera más alta de Europa, la del col de la Bonette-Restefond, a 2.802 metros, y entonces aquel telegrama de Alphonse Steinés desde Barèges terminó por cobrar todo su significado: la montaña es el Tour, y el Tour son sus montañas. No importa que haya osos, no importa cuál sea el desafío.

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Escrito por
Jaime Fresno
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