Desde su inclusión en el Tour de Francia de 1934, la lucha individual contra el reloj ha marcado buena parte de las ediciones de la carrera, distinguiendo a muchos de sus campeones, desde Coppi a Induráin, pasando por Anquetil, Merckx o Hinault.
Su historia, con raíces británicas y un origen claro en la mítica prueba del Gran Premio de las Naciones, nos habla del peso específico que han tenido las contrarrelojes en el
Tour de Francia, que ha encontrado en ellas algunos de los episodios más memorables de su centenaria trayectoria.
La contrarreloj ha sido históricamente la especialidad más decisiva del Tour de Francia junto a
la gran montaña, erigiéndose en el contrapeso ideal para que los ciclistas más rodadores puedan contrarrestar las pérdidas de tiempo en los puertos, e incluso decantar la balanza a su favor en relación a los escaladores.
Se trata de una modalidad que, pese a perder cierto peso en las últimas ediciones de las grandes vueltas, sigue resultando imprescindible a la hora de diseñar los recorridos, ya sea una contrarreloj individual (CRI), o una contrarreloj por equipos (CRE).
La
contrarreloj individual es la modalidad más extendida a lo largo de las ediciones del Tour y, como su propio nombre indica, la sublimación de la lucha individual, al ser una de las mejores formas de medir las fuerzas de cada uno, si no la que más: los ciclistas toman la salida de uno en uno, separados por intervalos de tiempo que vienen predeterminados en función de la distancia a recorrer –a más kilómetros, más tiempo entre la salida de los corredores-, y en orden inverso al que marca la clasificación general.
Así, el líder de la carrera será el último en tomar la salida, el segundo de la clasificación saldrá el penúltimo, y así sucesivamente. Al primar la ausencia de referencias con otros corredores, la organización establece expresamente que cuando uno alcanza a otro -o lo dobla, según la jerga ciclista- el ciclista rebasado no puede tomarle la rueda y debe circular en paralelo para no beneficiarse de su rebufo.
A lo largo de su historia el Tour ha ido implementando sub-modalidades de contrarreloj, como por ejemplo la cronoescalada, más corta y con final en puerto de montaña
El tiempo empleado por cada corredor en la contrarreloj se acumulará en la clasificación general del mismo modo que en las etapas línea, si bien ese planteamiento varía en la modalidad por equipos, donde el registro de cada escuadra no lo marca el primer ciclista en entrar en meta, sino el tercero, el cuarto, o hasta el quinto corredor, dependiendo del número de integrantes permitidos por la organización en cada carrera.
Por regla general, siempre se buscará que el tiempo del equipo lo marque un ciclista intermedio, que en el caso de carreras con equipos de nueve corredores sería el quinto. Se busca con ello primar el rendimiento colectivo por encima de las prestaciones del especialista que pueda tener cada escuadra.
A lo largo de su historia, el Tour de Francia ha ido implementando lo que podríamos denominar como sub-modalidades dentro de la contrarreloj individual. Una de ellas sería la cronoescalada, es decir, una contrarreloj que incluye un final en puerto y que, por regla general, tiene un kilometraje más reducido que una contrarreloj llana convencional.
Otro formato comprimido de contrarreloj sería la etapa prólogo o contrarreloj corta, de no más de diez kilómetros, que por lo general se desarrolla en un trazado urbano y sirve como inicio del Tour de Francia o de cualquier vuelta por etapas.
En esta variante, y a diferencia de las contrarrelojes convencionales, no existe el fuera de control y se ofrece al corredor la posibilidad de reengancharse a la competición al día siguiente en caso de no poder completar el recorrido por una caída o cualquier otra circunstancia. En ese supuesto la organización otorga al ciclista el tiempo del último clasificado del prólogo.
Este modelo para dar el banderazo de salida al Tour de Francia se empezó a utilizar en la edición de 1969, con un prólogo de 10,4 kilómetros por las calles de Roubaix, en el que se impuso el alemán Rudi Altig, si bien en los dos Tours anteriores ya se había comenzado con una contrarreloj corta, aunque como segundos sectores de las dos primeras etapas, disputadas respectivamente en Angers (1967) y Vittel (1968).
El dato nos sirve para adentrarnos un poco más en la historia de una modalidad que muchas veces ha decidido el Tour de Francia.
Un invento británico
Hay quien sitúa los orígenes de la contrarreloj en la Gran Bretaña de finales de la época victoriana, en pleno desarrollo de la Revolución Industrial, como una modalidad que no surgió de la brillante idea de un organizador de carreras, sino más bien como una medida de seguridad vial.
En aquellos primeros años del siglo XX la bicicleta copaba las calles británicas como medio de transporte limpio y barato, y su enorme popularidad derivó en la organización de un gran número de carreras locales, muchas veces espontáneas, que constituyeron un verdadero problema de convivencia en las calles y, por ende, un quebradero de cabeza para las autoridades, dado el gran número de ciclistas que llegaban a reunirse.
Que salieran de uno en uno y se computaran sus tiempos de forma individual fue la solución a un conflicto que, visto desde nuestros días, aún sigue demasiado vigente.
La contrarreloj saltó el Canal de la Mancha rumbo a Francia de la mano de una gran competición que hoy ya no existe: el Gran Premio de las Naciones. La prueba por excelencia de la modalidad nació en 1932 y desde ese año fue considerada como el Campeonato del Mundo oficioso de contrarreloj, siempre con recorridos de más de cien kilómetros.
La primera contrarreloj del Tour se disputó en 1934 y al año siguiente se planificó un Tour con hasta 6 etapas contra el cronómetro que derivaron en problemas tecnológicos para controlar a los ciclistas
Los franceses Maurice Achambaud y Raymond Louviot fueron sus primeros ganadores y la acogida fue sobresaliente por parte de los aficionados. Ese éxito convenció al gran patrón, Henri Desgrange, de la conveniencia de introducir la contrarreloj en el Tour de Francia, lo que sucedió en la edición de 1934.
El 27 de julio de ese año se programó la primera crono de la historia de la
Grande Boucle, como segundo sector de la 21ª etapa. Fue un recorrido entre La Roche sur Yon y Nantes, en el que los 39 corredores supervivientes tomaron la salida a intervalos de dos minutos, precedidos de los himnos de sus respectivos países.
Antonin Magne, que luego se proclamó campeón del Tour de Francia dos días después, fue el primer ganador, invirtiendo un tiempo de 2:32:05 horas en los noventa kilómetros de recorrido. No fue casual que el campeón francés ganara después tres veces el Gran Premio de las Naciones.
Sin embargo, los comienzos de la especialidad individual en el Tour de Francia no fueron un camino de rosas. El satisfactorio estreno de 1934 animó a Desgrange a programar nada menos que seis contrarrelojes al año siguiente, y entonces vinieron los problemas: la imposibilidad de controlar a los ciclistas en los largos trazados de aquellos años desembocó en una cascada de irregularidades, básicamente porque los ciclistas, sin vigilancia, se aprovechaban de los coches auxiliares para ir más rápido.
La primera contrarreloj de 1935, disputada como segundo sector de la quinta etapa, con 58 kilómetros entre Ginebra y Évian-les-Bains, fue un verdadero despropósito: Maurice Achambaud era el mejor a mitad de carrera, con más de dos minutos de ventaja sobre Antonin Magne y casi cuatro en relación al italiano Raffaele di Paco, pero para mayúscula sorpresa de todos acabó por detrás de sus dos rivales.
Desgrange tuvo que intervenir: el Tour impuso una decena de penalizaciones y se decidió que tres de las cinco contrarrelojes restantes fuesen por equipos, una modalidad más controlable para la logística de aquellos años. Pese a que en 1936 volvieron a programarse 310 kilómetros de contrarreloj repartidos en cinco etapas, el Tour de Francia rebajó ese número en las siguientes ediciones, hasta que los avances tecnológicos fueron acabando con los problemas y la contrarreloj se erigió en la prueba fiable que fue distinguiendo a muchos campeones del Tour de Francia.
Coppi y Anquetil, especialistas de leyenda
La era moderna de la contrarreloj se inició tras la Segunda Guerra Mundial, cuando irrumpió en el Tour de Francia un corredor avanzado a su tiempo, con unas condiciones innatas como rodador, como había demostrado en 1942 con su récord de la hora: Fausto Coppi.
Il Campionissimo ganó de forma espectacular las dos contrarrelojes de su Tour triunfal de 1949: en la séptima etapa, de 92 kilómetros entre Les Sables d’Olonne y La Rochelle, derrotó con rotundidad a dos especialistas como Ferdi Kübler y Rick Van Steenbergen; y la víspera de su entrada de amarillo en París, barrió en la contrarreloj de 137 kilómetros de Nancy, dejando al segundo, Gino Bartali, a más de siete minutos.
Coppi también adornaría su segundo Tour de 1952 ganando, de nuevo en Nancy, la primera contrarreloj. Con casi media hora de ventaja en la General, no le hizo falta forzar en la segunda y última, la que dominó su compatriota Fiorenzo Magni en Vichy.
Jacques Anquetil ganó cuatro Tours consecutivos imponiéndose en nueve de las diez contrarrelojes que disputó de 1961 a 1964
Pocos años después aparecería Jacques Anquetil, el contrarrelojista por excelencia, capaz de cimentar sus cinco triunfos en el Tour de Francia con un manejo extraordinario de la especialidad. En su primera victoria de 1957 ya hizo pleno, liderando el triunfo de Francia en la contrarreloj por equipos de Caen y ganando las dos individuales, en Barcelona y Libourne.
En su período triunfal de los cuatro Tours de Francia consecutivos, de 1961 a 1964, Anquetil ganó nueve de las diez contrarrelojes que disputó. Sólo tuvo que inclinarse ante la gran exhibición de Federico Martín Bahamontes en la cronoescalada a Superbagnères, en 1962. Esas excepcionales condiciones llevaron al normando a batir el récord de la hora de Fausto Coppi en 1956, rodando a 46,159 km/h, y a ganar nueve veces el Gran Premio de las Naciones, el mayor registro de la historia de la carrera.
Otros grandes campeones del Tour de Francia, como Eddy Merckx y Bernard Hinault, dominaron las contrarrelojes prácticamente a su antojo, con un ramillete de victorias individuales que fue la base de su abultado número de etapas ganadas: 34 en el caso del belga y 28 en el del francés.
Llegados a este punto, conviene detenerse en algunos de los episodios más memorables que nos ha dejado la especialidad. A continuación hemos seleccionado algunas de las mejores etapas contrarreloj de la historia del Tour de Francia.
El vuelo de Bahamontes en el Puy de Dôme
Quizá la cronoescalada más memorable del Tour de Francia fue la que firmó Federico Martín Bahamontes en el Puy de Dôme, para cimentar su victoria en la General de 1959.
El Águila de Toledo batió a todos los grandes de la época en las rampas del volcán del Macizo Central, que entonces eran las más duras en porcentaje de cuantas se habían programado en la carrera.
Bahamontes, convencido por Fausto Coppi de que podía ganar el Tour si se olvidaba de apostarlo todo al Gran Premio de la Montaña, llegó situado a la 15ª etapa de aquel 10 de julio relativamente cerca del liderato: a siete minutos del maillot amarillo del belga Jos Hoevenaers. Y eso que el primer bloque montañoso en los Pirineos, más suave de lo normal, no le había permitido marcar las diferencias habituales.
Todos los elementos se aliaron en la exhibición del toledano: su excelente estado de forma, el tramo final del Puy de Dôme, casi cinco kilómetros sin bajar del 11%, ideales para sus características, y unas mejoras introducidas en su bicicleta que consistían en unas ruedas con ocho radios menos de lo normal, lo que las hacía más ligeras.
El cóctel fue explosivo: Bahamontes dobló a Roger Rivière, incluso antes de llegar a la parte más dura, y arriba pulverizó el mejor tiempo de Charly Gaul, al que batió por 1:26 minutos. Más allá del luxemburgués, el único escalador a su altura, Bahamontes hizo una escabechina: 3:00 minutos a Henry Anglade, 3:37 a Roger Rivière, 3:41 a Jacques Anquetil, 3:59 a Jean Brankart… Marcó 36:15 minutos en los trece kilómetros de escalada.
Cuando acabó la etapa, el toledano saltó a la segunda posición, a medio minuto del amarillo. Días después, en alianza con Charly Gaul, terminó de dinamitar el Tour de Francia con una escapada antológica camino de Grenoble, y se coronó en el Parque de los Príncipes de París.
La revolución de Greg LeMond
Quizá la contrarreloj más impactante de la historia del Tour de Francia se disputó el 23 de julio de 1989 entre Versalles y París. Ese día, en la última etapa de aquella edición, Laurent Fignon era líder del Tour con 50 segundos de ventaja sobre Greg LeMond, después de un gran duelo en el que ambos corredores habían intercambiado el maillot amarillo hasta en cuatro ocasiones. El francés, campeón en 1983 y 1984, tenía en su mano la posibilidad de ganar por tercera vez en las calles de su París natal, con el aval de ser un especialista. Pero LeMond acabó dando un vuelco inverosímil.
El californiano, que reaparecía en aquella edición tras su accidente de caza de 1987, había pedido permiso a la organización antes del Tour para usar un manillar de triatleta, un accesorio sólo utilizado antes en pruebas de velódromo, en especial en la tentativas del récord de la hora, y que permitía una mayor capacidad para penetrar en el aire.
LeMond combinó la novedad con un casco aerodinámico y montó una rueda lenticular, mientras que Fignon salió sin casco, coleta al viento, y con una bicicleta convencional.
El resultado fue asombroso: LeMond remontó los 50 segundos de desventaja en apenas 24,5 kilómetros y ganó el Tour de Francia por ocho segundos, la diferencia más corta de la historia de la carrera. Sus prestaciones fueron alucinantes: recuperó a Fignon 2,4 segundos por kilómetro y rodó a 54,545 km/h, el promedio más rápido de la historia hasta ese momento. Cuando llegó a meta pulverizó por 33 segundos el registro de Thierry Marie, el gran especialista en contrarrelojes cortas de la época. Fignon, pese a realizar una aceptable crono, claudicó y ya nunca tuvo opción de ganar su tercer Tour.
La hazaña de LeMond supuso una revolución en la especialidad. Si cuatro años antes muchos copiaron la rueda lenticular y el cuadro inclinado hacia delante que llevaron a Francesco Moser a batir el récord de la hora en México, el manillar de triatleta y el casco aerodinámico se convirtieron a partir de aquella tarde parisina en elementos imprescindibles para los especialistas contra el reloj.
Luxemburgo y Bergerac, las obras cumbre de Miguel Induráin
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Imagen: Eric Houdas, licencia Creative Commons.[/caption]
Miguel Induráin ha pasado a la historia como el gran contrarrelojista del Tour de Francia, con permiso de Jacques Anquetil. Los cinco Tours de Francia consecutivos del gran ciclista navarro se cimentaron con diez victorias en la especialidad, aunque luego fueran aderezados con espectaculares actuaciones en la montaña, donde curiosamente no ganó en su período victorioso de 1991 a 1995, pero sí en los Tours de 1989 y 1990.
Casi todas las actuaciones del español en la lucha individual fueron antológicas, pero hay dos que resultaron especialmente espectaculares: la de Luxemburgo en 1992 y la de Bergerac en 1994, las dos con un efecto demoledor sobre sus rivales en el plano anímico, diferencias de tiempo al margen.
Estadísticamente, 1992 fue el año más triunfal de Miguel Induráin en el Tour, con tres victorias de etapa, las tres contra el reloj: ganó el prólogo de San Sebastián, por delante de Álex Zülle y de Thierry Marie, y se impuso a Gianni Bugno en la última contrarreloj de Blois. Pero nada como lo que ocurrió entre medias aquel 13 de julio, sobre los 65 kilómetros de trazado en Luxemburgo, un recorrido salpicado de toboganes, con algunos tramos adoquinados y un viento cambiante que llegó a soplar en contra.
Induráin pareció levitar sobre todo eso, manteniendo un ritmo lineal, sin altibajos, moviendo como un autómata y a gran cadencia el descomunal desarrollo de 54x12 con el que sacó nueve metros de avance por cada pedalada. Lo hizo perfectamente acoplado a su bicicleta con rueda lenticular trasera, con la que rodó como si no hubiera dificultades orográficas.
A mitad de recorrido ya le tomaba dos minutos de ventaja a Armand de las Cuevas, un gran especialista, compañero suyo en el Banesto. Poco después dobló a Laurent Fignon, que había salido seis minutos antes. En realidad ese día podría haber doblado a todo el pelotón porque los intervalos de salida fueron de tres minutos y ésa fue la ventaja que Induráin le metió al segundo, Armand De las Cuevas.
Los datos fueron estratosféricos: Induráin cubrió los 65 kilómetros a una media de 49 km/h, inaudita en esa distancia, y alcanzó puntas de más de 60 por hora. Las diferencias en meta, De las Cuevas aparte, fueron extraordinarias: 3:41 minutos a Gianni Bugno, 3:47 a Zenon Jaskula, 4:04 a Greg LeMond, 4:06 a Pascal Lino –que aguantó el maillot amarillo por un minuto-, 4:10 a Stephen Roche, 4:29 a Alex Zülle y 4:52 a Perico Delgado. El navarro se colocó segundo en la general y cinco días después asaltó el maillot amarillo en Sestriere.
Induráin se ganó el sobrenombre de Tirano de Bergerac tras doblar en la contrarreloj a Armstrong, meterle dos minutos a Rominger, más de cuatro a Armand de Las Cuevas y más de cinco a Chris Boardman y Bjarne Riis
Su otra obra maestra tuvo lugar en el Tour de Francia de 1994, en la novena etapa entre Périgueux y Bergerac, una contrarreloj apenas un kilómetro más corta que la de Luxemburgo. Aquel 11 de julio Induráin elevó su media a 50,539 km/h en un terreno quizá más llevadero que el de Luxemburgo, pero bajo un calor sofocante, con temperaturas rozando los 40 grados.
Movió un diente más de plato que en Luxemburgo, para una combinación de 55x12 que llegó a girar con picos de hasta 120 pedaladas por minuto.
Fue el día en que Induráin dobló como un cohete a Lance Armstrong, tras recuperar al americano los dos minutos de desventaja del intervalo de salida, y esa fue la diferencia que le cobró en meta al segundo clasificado, Toni Rominger. El suizo, que ese año era su gran rival, vio cómo el navarro se vistió de amarillo para no soltarlo hasta París.
Más allá de Rominger, Induráin marcó diferencias abismales: le metió 4:22 minutos a De las Cuevas, 4:45 a Thierry Marie, 5:27 a Chris Boardman, 5:33 a Bjarne Rijs y 5:45 a Abraham Olano, entre otras ilustres víctimas. Ese día se ganó el sobrenombre de Tirano de Bergerac.
Los 55,446 km/h de Rohan Dennis en Utrecht
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Imagen: paolo candelo / Unsplash[/caption]
La primera etapa del Tour de Francia de 2015, una contrarreloj de 13,8 kilómetros disputada en Utrecht, pasó a la historia como la más rápida del Tour de Francia. Rohan Dennis pulverizó el récord de velocidad media que había establecido Greg LeMond en su memorable hazaña de 1989 por las calles de París: si el norteamericano voló entonces a 54,545 km/h sobre 24,5 kilómetros, el joven australiano de 25 años lo hizo a 55,446 km/h, para batir de paso el récord de velocidad en un prólogo que había establecido Chris Boardman en el Tour de 1994, cuando el británico rodó por las calles de Lille a 55,152 km/h.
Aquella crono de Utrecht tuvo a los mejores especialistas de la época. Ninguno pudo con Dennis: el alemán Toni Martin quedó segundo, a cinco segundos; el suizo Fabian Cancellara, a seis; el neerlandés Tom Dumoulin, a ocho…
El nivel fue tal, que ni siquiera el gran dominador del Tour y gran favorito de aquella edición, Chris Froome, pudo entrar entre los diez primeros.
La extraordinaria velocidad media a la que rodó Rohan Dennis en Utrecht fue la mayor de la historia a nivel individual, pero se quedó lejos de la marca de 57,841 km/h empleada por otros australianos, los del equipo Orica, para establecer el récord de la etapa no individual más rápida del Tour de Francia: la contrarreloj por equipos de 25 kilómetros celebrada en Niza en el Tour de 2013.
El Orica batió a dos rivales igualmente extraordinarios: el Omega Pharma-Quick Step, que entró a un segundo; y el Sky de Chris Froome, que lo hizo a tres.