El director del Tour de Francia, Christian Prudhomme, lo confirmó nada más ganar Peter Sagan, con los aspirantes a desbancar a Chris Froome todavía asimilando en la meta de Montpellier el nuevo zarpazo por sorpresa del británico, a rebufo del eslovaco: finalmente la gran etapa del 14 de julio, Fiesta Nacional de Francia, la que tenía que finalizar en la cima del Mont Ventoux, acabará en el Chalet Reynard, seis kilómetros más abajo.
La previsión de fortísimos vientos de más de 120 kilómetros por hora en su tramo final, el del paisaje lunar sin vegetación, ha hecho desistir a la organización. Por vez primera en la historia, el Tour de Francia no subirá hasta el observatorio militar que corona el Gigante de la Provenza, un contrafuerte de las estribaciones alpinas expuesto a la violencia del Mistral por los cuatro puntos cardinales. “Una lástima”, lamenta Nairo Quintana, que anhelaba conquistar el Monte Pelado e invertir la tendencia psicológica favorable a Froome.
Ahora, el duelo no podrá pasar del Chalet Reynard, donde acaba el bosque, a poco más de 1.400 metros de altura, lugar donde una curva de vaguada descarna el Ventoux, abriéndolo al viento y las temperaturas extremas, negándole la vida vegetal y creando un calvario con leyenda de campeones malditos.
La última vez que el Tour llegó al
Ventoux, en 2013, ganó Froome y consolidó su maillot amarillo. Exultante, el bicampeón dijo que era la mejor victoria de su carrera, privilegiando el impactante escenario y su historia de grandes ganadores: Jean Robic, Louison Bobet, Charly Gaul, Raymond Poulidor, Eddy Merckx, Bernard Thévenet…
65 años han pasado de la primera subida de 1951, pero cada vez que se vuelve sobrevuela el fantasma de Tom Simpson, campeón mundial en Lasarte dos años antes de su muerte en el terrible tramo final.
Cada año que el Tour o el Dauphiné programan el Mont Ventoux, vuelven las crónicas sobre ese abrasador 13 de julio de 1967, cuando el campeón británico tomó la salida con una infección estomacal y, según testigos, echó un buen trago de brandy que fue acompañando de anfetaminas durante la etapa, hasta caer como un pelele al asfalto, víctima de una deshidratación galopante.
Crónicas que cuentan, a mayor gloria de la leyenda negra, cómo pidió a los auxiliares del equipo que lo colocasen de nuevo sobre la bicicleta y cómo Tom, ya más muerto que vivo, zigzagueó por la carretera unos cientos de metros como un autómata hasta caer definitivamente bajo un sol inclemente a unos dos kilómetros de la cima, donde instantes antes había ganado Julio Jiménez, el Relojero de Ávila.
El Mont Ventoux nunca ha podido abstraerse al estigma de aquel 1967 fatídico, aunque en su historia hay mucho más. Los aficionados aún tienen fresca la imagen de Lance Armstrong y Marco Pantani picados en sus rampas, en aquella ascensión del Tour del 2000, el día en que el norteamericano dejó ganar al italiano y después pregonó su concesión a los cuatro vientos.
El Pirata montó en cólera, hasta el punto de replicar con una cadena de ataques que fueron su particular canto del cisne deportivo: ganó arrollando en Plateau de Beille y después quiso derrocar al americano de un solo golpe, jugándose el Tour en los Alpes con un ataque a más de 150 kilómetros de la meta de Morzine y cuatro puertos de por medio, entre ellos el terrible Joux Plaine -juez también de la carrera en 2016-.
A Pantani el órdago no le salió bien y abandonó por el camino, víctima de una gastroenteritis, pero Armstrong gastó tantas fuerzas en la persecución que, tras ir perdiendo unidades de su equipo, su maillot amarillo se tambaleó en la Joux Plaine víctima de una deshidratación ante el empuje de Virenque y Ullrich.
La venganza del Pirata por la afrenta del Ventoux a punto estuvo de ser decisiva, pero más allá de eso, la foto de los dos campeones entrando a meta con la antena del observatorio del Ventoux detrás, ocupa desde entonces un lugar privilegiado en la galería de imágenes de la historia del Tour de Francia.
Y luego hay un nombre: Iban Mayo. El vizcaíno de Yurre, el Príncipe de Arratia para la afición vasca, sorprendió al mundo en el Dauphiné Liberé de 2004 con la que aún hoy es la ascensión más rápida de la historia al Mont Ventoux: Mayo ganó en los 21 kilómetros de cronoescalada con 55:51 minutos por la vertiente de Bedoin, y aventajó a Armstrong en casi dos minutos, precisamente el día en que el norteamericano realizaba un ensayo general con el nuevo material que más adelante utilizaría en la cronoescalada a Alpe d’Huez, el día señalado para dejar rematado su sexto Tour de Francia.
El vuelo de Mayo aquel 11 de junio no sólo le valió el triunfo absoluto en el Dauphiné, sino que sembró de dudas a Armstrong, complicó los pronósticos sobre su nueva victoria en París y marcó un hito en el Gigante de la Provenza, que vio a Mayo salvar los 1.600 metros de desnivel entre Bedoin y el Mont Ventoux como si su Orbea fuese una moto.
Durante la parte dura, el vasco generó 394 watios de potencia durante tres cuartos de hora, 6,7 watios por kilo, e incluso fue capaz de sacar nueve segundos a Armstrong en la más llevadera ascensión que lleva de Bedoin a la parte más dura del Ventoux, la que mientras dura el bosque atosiga a más del 10% durante casi nueve kilómetros, la que antecede al ‘descanso’ al 5% que sigue al Chalet Reynard, la puerta que lleva al paisaje lunar y al infierno ciclista.
Demasiado para Armstrong, pese a ir subido a su revolucionaria
Trek equipada con ruedas Bontrager de 1.000 dólares cada una, de poco más de 400 gramos, llanta de carbono, ejes de titanio, 14 radios de titanio, más tubulares de algodón de 19 milímetros, según describió aquella tarde Carlos Arribas en ‘El País’.
El arsenal tecnológico no evitó que fuera cediendo tiempo de forma paulatina, hasta acabar en la cima a 1:57 minutos de la Orbea que Mayo condujo a más de 23 kilómetros por hora de media. Tremendo.
Nadie ha podido acercarse a eso. Ese día, Tyler Hamilton, después condenado por dopaje, fue segundo a 35 segundos de Mayo; y Óscar Sevilla, también apartado, fue tercero a 1:03 minutos.
Esos tiempos, más el de Armstrong y los 57:39 que marcó otro español, Juan Miguel Mercado, están entre los diez mejores de todos los tiempos en el Mont Ventoux, por supuesto, sujetos a todo tipo de interrogantes por cuanto fue aconteciendo después.
Bajo el calor que apretaba a 33 grados de aquella tarde, Mayo sentenció su victoria en el Dauphiné y el Ventoux dictó que Armstrong encajara su mayor derrota parcial en su ciclo de siete años victoriosos.
Años después, la EPO se cruzó en el camino de Mayo en 2007 y Armstrong acabó por admitir que fue producto del mayor engranaje de dopaje colectivo de la historia del deporte. Y hoy, el efecto del tiempo y la caída en desgracia de ambos corredores van borrando de la memoria colectiva aquel impactante resultado firmado por corredores que todavía hoy lideran la tabla histórica de tiempos del Mont Ventoux.
Una lista casi proscrita, difícilmente sostenible si se maneja la crónica de sucesos posterior. Un dato: el Chris Froome de 2013, enfrascado casi desde el pie del Ventoux en una persecución a Nairo Quintana, marcó 59 minutos exactos tras ser capaz de dejar atrás al colombiano en el último kilómetro.
Y lo que ese día fue una exhibición, en realidad se quedó a 3:09 minutos de lo que hizo Iban Mayo, el día en que el vasco, sea como fuere, domó al insaciable Armstrong y humanizó la cima del terrible Gigante provenzano, el infierno donde el Mistral ha llegado a soplar a 320 kilómetros por hora y que ha hecho que el Tour busque refugio en el Chalet Reynard, ante el temor de sumar ciclistas despedidos por el viento a la leyenda negra del Monte Pelado.